DIARIO DE UNA PANDEMIA
Como dudo que alguna vez pueda escribir lo que recuerde mi memoria sobre esta epidemia, será mejor que narre, durante cada uno de los días de esta cuarentena, las memorias de otra época que ya se extinguen en algún rincón perdido de mi cerebro.
Día 1 (1 de marzo de 2020): El nombre
Ella se llamaría Josefina, aunque luego todos la llamaran Fina, como a su tía. Tenía que ser así. El que sería su hermano, el primogénito, recibió el nombre de Jesús por el abuelo paterno y ella, pues el de la abuela materna que, en versión menos aristocrática, era conocida como Josefa. Ante todo, simetría nominal. Pero ella no llegó a ser. Tras los duros dolores de un parto prematuro, cupo en una caja de zapatos a modo de ataúd. En el 57. Mi madre lo recordó hasta el último de sus días. La imaginó crecer a lo largo de cuarenta años. Los que le sobrevivió. Cómo hubiera vestido, cómo se hubiera peinado, cómo hubiera bordado… Pero no fue.
Tardó muy poco la vida en prender, de nuevo, en sus entrañas. Y, al año siguiente, veía yo la luz tras los esfuerzos de mi madre y del partero. José Moreno. Don José Moreno. Todo un personaje de novela, o al menos de una biografía, pero aún sin autor. No en vano, su nombre y su busto lucen en el patio de un colegio y en el callejero de la ciudad, muy cerca del lugar de los hechos, animando a alguna pluma a reunir sus esencias antes de que el tiempo las acabe borrando.
Don José era practicante sanitario, en asuntos religiosos era de otro modo, comadrón, consejero, de los que daban consejos eternos… con porte de caballero, con sombrero, elegante. Con una dicción distinguida, casi exquisita, sin acento, que en la huerta ya es difícil, como un enviado, como llegado de otro lugar. Era imposible dudar de sus palabras. No aseveraba; no sentaba cátedra; contaba historias y en la historia estaba la parábola, estaba el consejo, estaba la enseñanza. Y allí, en la cocina, se alzaba su voz seductora ante los ojos entregados de sus fieles oyentes. Sabían que lo que dijera dejaría rastro, dejaría huella. ¡Fijaos, si no, sesenta años después! Su visita, casi siempre estaba relacionada con asuntos de salud, de salud del cuerpo, aunque casi siempre la visita finalizaba con los cuidados del alma.
Y nacido, necesitaba un nombre. Esta vez tocaba inmortalizar al abuelo materno. El abuelo también era José. No Pepe, ni Pepín, ni Pepón, todos ellos frecuentes en aquellos tiempos y todos ellos independientes de la edad del nominado. Ni tampoco don José. Solo José. José, ferroviario, tenía un altar en mi casa. No lo veías, pero se sentía; casi lo podías tocar. Y mi madre era su única sacerdotisa, en casa; debía tener cientos en los alrededores. Cuando nos dejó, durante mucho tiempo, ardía siempre una mariposa de aceite en su recuerdo. En mis recuerdos aún viven las quiméricas formas de su resplandor, adueñándose de la cocina cuando nos íbamos a dormir y se apagaban las luces. Y entendí, desde niño, la idolatría. Y yo tenía que ser José. En realidad era un deber. Como llamarse Antonia Josefa o Francisca Escolástica. Un deber. Pero muy rara vez el trazo de una línea es recto.
Ya de regreso del registro civil, de sellar mi futuro apelativo, mi padre halla en casa a José, a don José, de plática con mi madre sobre su convalecencia y, de paso, sobre el nombre elegido. No le parecía adecuado para mí. Disertó, largo, sobre la distinción de los nombres y consideró que José, aún siendo bíblico, noble e imperial, era lo suficientemente frecuente como para ser vulgar. Y en un giro impredecible mezcló semita y germánico y produjo mi nombre actual. Según su notable sabiduría, no podría ser alguien especial con un nombre corriente. El detalle le costó a mi padre otra visita al administrador y veinticinco pesetas de las que entonces escaseaban; creo que es una cantidad excesiva desde todos los puntos de vistas para aquella época, pero es lo que siempre contaron las fuentes, es decir, mi padre. Seguro que fueron cinco pesetas. Y es que para convertir los hechos en leyenda, aquellos han de acogerse a la hipérbole en mayor o menor medida. Comenzaba mi biografía, más costosa de lo previsto en un principio. Pero a mis padres les debió influir este hecho…
Día 2 (2 de marzo de 2020): Abajo
Al principio solo existía “Abajo”. De hecho ni siquiera se utilizaba esta denominación. Pero cuando cumplí los cinco años nos trasladamos “Arriba”. Y, así, tras las obras necesarias surgieron dos continentes, que casi, casi se convertirían con el tiempo, en dos universos, casi, casi paralelos: Arriba y Abajo. ¡Mamá estoy jugando Abajo! Abajo nacimos Jesús y yo. Arriba no nacería Antonio, mi otro hermano. El nació Fuera. En un hospital. Serían otros tiempos.
Abajo, al principio, tras la mudanza, quedó desierto. En una parte; en la otra parte, a modo de patio, corral,… quedaron el pozo ciego y el resto de animales: cerdos, gallinas, pavos, patos, palomas, conejos,… Este sería su principal atractivo, hasta que llegó el chocolate. Sí, mis padres alquilaron la parte habitable de Abajo a un representante, comercial de chocolates, que lo utilizaría como almacén. José María. Era cordobés. Y los chocolates, “Capuchinos”, también cordobeses. Creo que aún existe la empresa. Comenzaron a venir, periódicamente, camiones cargados de cajas llenas de tabletas de chocolate, de coloridos envoltorios, que eran apiladas escrupulosamente en la parte de Abajo que se había dedicado para su depósito. Aún recuerdo el olor. A sucedáneo, claro. Pero ¡qué aroma! Ni que decir tiene que en casa ya nunca faltaría chocolate. Años después, mi merienda seguía siendo un gran trozo de pan, a modo de bocadillo, con media tableta del oscuro y sugerente compuesto. Esta alimentación, acompañada de la quina correspondiente, alcohólica de quince grados, y de buenas cantidades de leche condensada en el desayuno, evidentemente, tendría sus consecuencias. La sabiduría nutricional, tantas veces valorada, de aquella época y aquél entorno no era precisamente equilibrada. Y, sobre todo, no lo eran los descarnados intereses comerciales que consiguieron que la gente cambiara la leche de vaca o cabra por ese indigno producto.
Pero Abajo fue, a lo largo de muchos años, como ya he mencionado, un verdadero universo con un sinfín de estímulos que no se reducían al sugerente olor del chocolate. Al principio, como es natural, la observación del resto de seres vivos que lo poblaban atraía mi atención; sus hábitos me mantenían perplejo durante un tiempo considerable; así, por ejemplo, el regocijo de los artiodáctilos rebozándose en el barro mezclado con sus propias heces, y que manifestaban mediante penetrantes gruñidos, me obligaba a cuestionarme demasiados aspectos sobre el significado de bienestar y quizás también el referente a la felicidad. En dicho asunto redundaba el comportamiento de gallos y gallinas, que me parecía digno de todo un tratado. El papel del gallo en dicha sociedad aún me sigue pareciendo digno de los más elevados proverbios. Pero el trabajo que conllevaba el mantenimiento fue haciéndose incompatible con las ocupaciones de mis padres y se fue reduciendo paulatinamente su población. Afortunadamente. Aunque no con la celeridad que hubiese deseado. Desgraciadamente descubrí, demasiado pronto, que aquellos seres con los que tan fácilmente me encariñaba tenían un dramático final. La cuadra, “la cuadrica”, que un día fue residencia de los cerdos, quedó abandonada durante un cierto tiempo. Abandonada para objetos abandonados. Pero debió ser muy poco tiempo porque desde muy pronto instalaron un columpio, una “albuzaera”, en el centro de dicho recinto. Todo un lujo… para hacer amistades. En el mejor sentido de la palabra. Pero un detalle le daba un aire un tanto siniestro a aquel lugar. En realidad dos: por una parte, la única iluminación provenía de su pequeña puerta, partida por la mitad horizontalmente, lo que creaba una cierta penumbra, creciente con el crepúsculo, y, por otra, justo bajo el columpio, en estado de reposo, se encontraba el pozo ciego. Cerrado, claro, con una sólida losa, gruesa y de gran diámetro. Los pozos ciegos formaban parte de la vida cotidiana. Al alcantarillado aún le quedaban años por llegar a aquellos lares. Los pozos ciegos, además de su vaciado periódico entre esencias irrespirables, ¡todo un evento!, tenían su leyenda negra, haciendo honor a su nombre. Siempre que en las reuniones familiares se hablaba de ellos, alguien recordaba el caso de aquel paisano que se cayó en uno de ellos y se le rescató demasiado tarde.
La luz llegó después; cuando Jesús, mi hermano mayor, se hizo electricista siendo muy joven. La cuadrica se convirtió en su “taller” con una bombilla de cuarenta vatios como alumbrado, una mesa de trabajo y las paredes forradas de mil y un artilugios a cuál más atractivo: desde herramientas a elementos eléctricos de lo más diverso. Jesús comenzó repartiendo huevos de gallina a minoristas y familias, pero el transporte en bicicleta y los caminos empedrados no ayudaban su labor ni los objetivos previstos. No obstante, por la noche estudiaba los cursos CCC de electricista que le permitieron convertirse en un verdadero mago. Porque las propiedades de la electricidad eran aún mágicas en los años sesenta en las zonas rurales.
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